alberto durero
el evangelio según jesucristo josé saramago
...a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una aureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico.
Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas
cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además
Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por
poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que la
mencionada Magdalena es precisamente ésa, pues sólo una persona como ella, de disoluto
pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto, y un
corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que,
inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que
pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo. Es,
con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono del cuerpo no expresa sino el
dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras, pero que es nuestro deber tener
en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer podría estar enteramente desnuda, si en
tal disposición hubieran decidido representarla, y aun así deberíamos mostrarle respeto y
homenaje. María Magdalena, si ella es, ampara, y parece que va a besar, con un gesto de
compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, ésta sí, caída en tierra, como
desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también María, segunda en el
orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar
central que ocupa en la región inferior de la composición.
Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su cuerpo,
cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura por un
cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es ésta una buena
razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujo más
complejo, así, al menos, se hallaría autorizado a pensar quien no disponiendo de
informaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor en este
mundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta el
grado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, sólo un
habitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, o
incluso estrenado, este drama, sólo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que la
afligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e
hijas, aunque sólo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya
llegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte.
Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesús, ese mismo a quien acabamos de
aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también María
de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, tal vez la
verdadera Magdalena. Al igual que la primera de esta trinidad de mujeres, muestra la larga
cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire de ser rubios,
si no fue pura casualidad la diferencia de trazo, más leve en este caso y dejando espacios
vacíos entre los mechones, cosa que, obviamente, sirvió al grabador para aclarar el tono
general de la cabellera representada.
No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de hecho,
rubia, sólo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste en
ver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más eficaces instrumentos
de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todos sabido, tan
pecadora mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que ser rubia para no
desmentir las convicciones, para bien y para mal adquiridas, de la mitad del género
humano. No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, en comparación con la
otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos y proponemos, contra las
aplastantes evidencias de un escote profundo y de un pecho que se exhibe, que ésta sea la
Magdalena. Otra prueba, ésta fortísima, robustece y afirma la identificación, es que la
dicha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, a la extenuada madre de
Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es de auténtico y arrebatado
amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo, todo su ser carnal,
como una radiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza y
reduce pensamientos y emociones. Sólo una mujer que hubiese amado tanto como
imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera, con lo que, en
definitiva, queda probado que es ésta, sólo ésta y ninguna otra, excluida pues la que a su
lado se encuentra, María cuarta, de pie, medio alzadas las manos, en piadosa demostración,
pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado del grabado, a un hombre joven,
poco más que adolescente, que de modo amanerado flexiona la pierna izquierda, así, por la
rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra en una actitud afectada y teatral al
grupo de mujeres a quienes correspondió representar, en el suelo, la acción dramática.
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